A la «Cantera de traductores» llegué con la naturalidad y gravedad de quien accede a La Masía del Barça y espera un día llegar al primer equipo. Allí no solo entrenan los benjamines bajo la supervisión de un equipo técnico experimentado y listo para ver qué vale cada cual, si encaja de centrocampista, delantero, defensa…, allí se viene también a picar piedra, a abrir galerías y buscar esos metales de transición, base de las aleaciones con más alta conductividad. Y es que las jornadas —casi maratonianas— que pasamos los traductores nóveles a mediados de junio de 2023 fueron, por encima de todo, una aventura literaria en el corazón mismo de la lengua española: Alcalá de Henares. Una ciudad-pueblo donde se me antoja que existe alguna especie de oscuro magnetismo —con la antigua Rectoría como epicentro— de letraheridos, nidos de amantes de las letras (pienso en Quevedo y el Corral de Comedias, Cervantes y la casa-museo donde el padre cortaba barbas, o Azaña, “alcalaíno de raza”, por mencionar solo unos cuantos de los muchos que recibieron la bendición de la ciudad) coronados por las cigüeñas, las cuales volaban y reinaban entonces, y siguen volando y reinando hoy (aunque algo más vigiladas por los bomberos, recelosos de que sus nidos, por un golpe de viento, lleguen a lastimar a los alegres e incautos paseantes).
En cuanto a los talleres de
traducción, fueron, en el caso de mi grupo —el que traducía del alemán—,
doblemente gratos e instructivos, pues tuvimos la suerte de tener como profesores
a la sagaz y exigente Itziar Hernández, cuyo dominio del castellano era el
propio de los grandes escritores vascos, y al profundo y analítico (así como
encantador) Luis Ruby, un alemán de Múnich, que aparte de haber traducido a
Javier Marías, otro traductor, dominaba el español como correspondía a sus
orígenes salmantinos. En mi opinión, el que tuviéramos como docentes a un
hablante nativo de cada lengua nos permitió mirar “los tapices del revés” —como
dijo Cervantes acerca de la traducción— con mayor profundidad si cabe.
El colofón tuvo lugar el último
día: una videoconferencia con Irena Brěznás, la escritora eslovaca cuya novela,
Die undankabare Fremde (El ingrato extranjero), fue el objeto de estudio
de nuestros talleres, así como la metáfora perfecta de lo que es traducir. El
libro narra el difícil e incómodo periodo de adaptación de emigrantes y
refugiados a la cultura del país de acogida, un forcejeo vital no solo con la
gente local, por lo común hostil o incompasiva, sino, sobre todo, con la lengua
extranjera (pues el verdadero Extranjero solo existe para el que marcha de su
hogar natal), pero que por necesidad y obstinación acaban por hacer suya,
ampliando esa cantera universal de la palabra.
Hubo días en que, después de los
exhaustivos talleres, nos acercábamos a la gran Madrid (acompañados por la
incansable Marta Sánchez, nuestra presidenta; y el paciente caballero Mateo), con
su regia biblioteca nacional (ese pozo sin fondo de material gráfico donde,
según la atenta guía que nos condujo por sus secretos, se depositan cada año lo
menos un millón de documentos, desde manuscritos incunables, hasta las propias
etiquetas de los yogures); y la infinita, tanto en número de asistentes, como
de casetas, como de extensión, Feria del Libro (que me hizo preguntar lleno de
desesperación por qué añadir otro libro más —¡o dos, al menos!, en vista del insaciable
estómago de la librería ya no nacional, sino del mundo hispanohablante, que es
el que hoy importa— a esa cadena del libro). Pero pese al canto de
sirenas de la capital, donde de verdad nos sentíamos como en casa era en
Alcalá, y, en concreto, en esa magnífica universidad, custodiada por el gran capo
del castillo (que eso significa al-qala`a): el Cardenal Cisneros, quien,
por lo que tengo entendido, harto de que toda la gloria se la llevase
Salamanca, decidió hacerle la competencia, ¡y vaya si lo consiguió!
La gloria suprema, sin embargo,
era, al caer la noche, después de regalarnos a base de tapas y buenos vinos, acercarse
lentamente a la vieja rectoría, a su divina e imponente fachada, y como un
aprendiz de brujo o un monje piadoso empuñar la aldaba y dar tres cautos golpes,
cuidadoso de no perturbar el descanso de Cervantes, y entonces aguardar con la
duda de si se te ha oído, si todavía eres merecedor de acceder al templo. El
suspense llegaba a su fin cuando el insomne guardia de seguridad abría la
puerta y, bajo la luz de la luna, se cruzaban los regios y elegantes patios,
con dos pozos secos en cada centro, y un pasillo con una leyenda que rezaba:
DETENTE VIAJERO, para luego de leer su inscripción, dejarte seguir tu camino a
un jardín donde parecían confluir todos los pájaros del mundo (y algún que otro
gato), produciendo, por cierto, una algarabía mañanera nada respetuosa con los talleristas.
Al fondo, cerrado, como una Hada
Morgana, se vislumbraba el paraninfo (¡qué bella palabra!), al que, por
desgracia, nunca llegamos a entrar. En ese patio también se hallaba la
residencia, donde compartía habitación con Francisco, mi amigo mexicano,
admirador del romanticismo alemán y el montañismo, que no salía de su asombro
de que hubiera viajado a España, pues habiendo construido los españoles lo
mismo allí que aquí (pero mejor, pues como me contó el alma de la propia
cantera, Arturo Vázquez, otro mexicano, los indígenas habían sumado a la
arquitectura católica el color y el arte de sus tradiciones), creía seguir en
México. Un día le acompañé a la preciosa Plaza de las Bernardas, frente al
Convento de San Bernardo, a buscar plumas de cigüeña para regalar a una amiga.
Hasta ese punto llegaba la pasión literaria.
Lucas Martí Domken participó como canterista en el taller de alemán.
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